Jugaba con una calculadora vieja, la usaba indistintamente como celular, como radio y se reía, sentándose a terminar una aparente conversación que lo obligaba a argumentar. Cerraba negocios, enviaba ordenes y parecía organizar el trabajo de una gran empresa. Había destellos de lucidez, luego cambiaba de tema. Otro personaje le acosaba y cambiaba su voz, se lograba diferenciar una textura diferente, era amable al inicio, luego contradictorio. A ratos callaba paseándose apresuradamente en un espacio reducido, pensé que se estrellaría con el puesto de vendedores ambulantes. Luego se sentaba en la vereda, afirmando su espalda en las cortinas metálicas de una tienda. Nadie le ponía mucha atención. Acostumbrados a su cotidiana presencia y su rituales eternos.
Nunca fijaba la vista en alguien, menos en mí. Yo disimulaba mirar unos escaparates. Mi loco buscaba algo debajo de su vestimenta, un estela de humo se lograba divisar, cargada de aromas. Era un olla con brasas que llevaba colgada de su cinturón, y dentro de ella, otro tarro con su comida.
Intentaba en vano coger su espíritu, quería atrapar el ser que veía y que me subyugaba, pero nunca pude hacerme visible en su espacio, me ignoró siempre o no me vio nunca.
Suspiraba largamente, con la vista perdida, se dejaba existir entre la vida existente. Loco bello, mi bello loco. Me sentí largamente enternecida, era mi hermano en la locura y no logró interceptarme nunca.
Caminé de regreso a mi auto, llena de interrogantes y de cordura falsa.
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